Hay paracos del periodismo desde hace rato, demasiado para nuestra vergüenza profesional. En Colombia bailaron pegado el vallenato de las autodefensas unidas. En Venezuela largaron sus rubores cuando a los infiltrados de la finca Daktari los cubrieron y encubrieron con el remoquete de “paracachitos”. La invención no les devanó los sesos en demasía, pero fue bien pagada. No todo es por dinero, el paraperiodismo cultiva sus propios odios.
Lo antecede el palangrismo, pero a esta práctica, en sus orígenes, la impulsó el lucro personal, no el crimen. No es fácil precisar el momento en que una y otra se cruzaron y aparearon, pero aún hoy son muchos los que no han cruzado sus fronteras. El palangrista es un inmoral, pero no necesariamente un descuartizador. El paraperiodismo inventa las coartadas del paraco y sus crímenes.
El palangrista es un lambucio, el paraperiodista un mercenario. Ambos son refractarios a la verdad, uno y otro sienten náusea ante la ética. Pero el palangrista le teme a la sangre, sobre todo si esta lo puede salpicar. El paraperiodista también es un cobarde que se arropa con las fundas de la “libertad de expresión”; en su nivel más cotidiano es un esquirol, un rompehuelgas, la pluma servil de los patronos y anunciantes.
El paraperiodismo asomó sus fauces en Venezuela en el alba de la revolución bolivariana. La personalidad histórica de Hugo Chávez lo exacerbó. Fue el “poder de fuego” de la Carmonada y la fortaleza de la plaza Altamira en aquellas noches de ignominia. Por esos días, como en los más aciagos del sabotaje petrolero y el zarpazo a Pdvsa, fue trompeta y altoparlante del “parte de guerra” diario del terror.
El paraperiodismo tiene una cara legal y pública que lava sus crímenes mediáticos y blanquea sus mentiras e infamia, en nombre de la “libertad de expresión”. Los magnates de los medios de Europa y América saben mucho de “armas de destrucción masiva”, linchamiento de presidentes, invasiones a países del tercer mundo y golpes duros o blandos. En Venezuela combinan lo llorón con lo bellaco.
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